Cuando a los 8 años mis padrinos me regalaron por mi cumpleaños mi primera guitarra, me llevé una decepción. Quizá debida a que me esperaba algo más adecuado a mi edad… y es que a esa edad en lo que se piensa es en jugar…
Lo primero que hice fue hacérselo saber al profesor de la asignatura de música, que me miró socarronamente (yo era un poco revoltosillo) y después cogió la guitarra:
– Muñoz, ¿sabe usted que esta es una muy buena guitarra?
– No, Sr. Barber (que así se llamaba), no sé nada de guitarras.
– Siéntese junto a los que tocan la guitarra. Puede dejar la flauta en casa a partir de ahora.
Con esto, pasaba a formar parte de los privilegiados de la clase que nos sentábamos aparte en sillas con atril, mientras que los demás se situaban incómodamente sentados descifrando partituras mientras sostenían con una mano la flauta.
Fue así como empecé a sacarle a un instrumento algo más que un simple sonido detrás de otro. Con una guitarra podía tocar acordes, armonías, incluso se podía combinar con otros instrumentos y voces. Tenía que dar el siguiente paso, tocar en la coral del colegio, y así lo hice. Me apunté para poder participar y todo fue bien hasta que un día, cuando llevaba tres años aprendiendo y divirtiéndome con el instrumento, una niña me retiró la silla en la que iba a sentarme para “gastarme una broma”, con la mala fortuna que fui a apoyarme en el cuerpo de la guitarra para no hacerme daño al caer.